Por: Juan Manuel Rodríguez Bocanegra
@Vieleicht

Llego a un café y pido un capuchino. Me
siento en la terraza del lugar y mientras lo
preparan observo cómo un niño pequeño se
mece en un columpio de una zona de juegos
cercana. “¡Más fuerte, más fuerte!” son las
palabras con las que acompaña su movimiento
pendular. Ríe con fuerza y su madre lo observa,
a punto de derretirse de cariño, como
pensando “¿Quién es esta persona tan
maravillosa que creé?”

Hace sol, pero no está picante y cuando parece
que se va a poner así, una ráfaga de viento
aparece para refrescar el ambiente.

Al rato llega la mesera. Tiene el pelo negro,
piel muy blanca, pómulos grandes y ojos
verdes. Su cara es todo un contraste.

“Cristina”, se lee en un prendedor que lleva
pegado en el delantal. “Aquí esta su
capuchino”, dice, mientras lo pone en la mesa y
me mira fijamente. “Gracias”, le respondo y
caigo en su mirada. Parece que de esos dos
pozos profundos no me va a sacar nadie. Ella
sonríe y se le forman dos hoyuelos perfectos.
Pienso que, aunque no la conozca, podría
prometerle amor eterno. No lo hago, claro,
porque uno no va por ahí diciendo lo primero
que se le pasa por la cabeza, y menos a
personas desconocidas. Ella se aleja a atender
otros clientes.

El capuchino tiene una figura de un corazón,
pienso en Cristina. Le doy un sorbo y siento
que está perfecto, que no puede existir otro en
el mundo que tenga tan balanceadas las
cantidades de café, leche y espuma.

Experimento algo que yo llamo momento sublime,
un instante en el que todas las piezas que

componen el rompecabezas emocional de mi
existencia encajan a la perfección.

Son momentos extraños, que llegan sin avisar,
pero cuando se presentan, cualquier
preocupación se evapora de forma instantánea.
Sé que debo aferrarme a ellos con mucha
fuerza e intención, porque la cabeza es jodida y
en cualquier momento se vuelve a llenar de
dudas.

Cuenta Rosa Montero en El peligro de estar
cuerda, que el escritor francés Romain Rolland
definió esos episodios de tranquilidad y
conexión con la vida, como Momentos Oceánicos.
instantes de vida repletos de intensidad, en los
que parece que “las células del cuerpo se
expanden y se fusionan con las demás
partículas del universo”.

Son episodios que se pueden originar de
contemplar la naturaleza, observar una imagen,

escuchar algún tipo de música, ver a alguien o
probar una comida o bebida. “Te sientes al
borde de la revelación, a punto de entender el
secreto del mundo”, concluye Montero.

También cuenta que los japoneses llaman Satori
a esos momentos sublimes, instantes de no-
mente y presencia total, y que significan la
iluminación en el Budismo Zen.

Imagino que todas las personas, sin importar a
que se dediquen, pueden experimentar
momentos oceánicos, sublimes o satoris, y que
habrá algunas que pueden entrar en aquel
trance con mayor facilidad que otras.

Montero afirma su postura, diciendo que en su
caso y en el de otros escritores, todo ese rollo
de los momentos sublimes tiene que ver con
una búsqueda frenética de vivir intensamente,
de procurar sentirlo todo de forma amplificada,
y cita a la poeta Alejandra Pizarnik:

“No quiero ir nada más que hasta el fondo”.

Sigo inmerso en esa burbuja de presencia y
tranquilidad y le doy el último sorbo al
capuchino. Me pongo de pie y procuro seguir
absorbiendo toda la sensación de bienestar del
momento sublime que experimento porque sé,
como ya les dije, que se puede esfumar tan
rápido como llegó.

Aprovecha todo eso, todas esas sensaciones tan
absolutas que le hacen caminar a uno por encima

del suelo y creerse pájaro.
– Días sin ti –