Juan Manuel Rodríguez Bocanegra
@Vieleicht

Dedico mi tiempo a una actividad para la que soy bueno: darle scroll down a la pantalla del celular como si el equilibrio del universo dependiera de ello. Cierro una aplicación, abro otra, reviso el mail; repito esas tareas como a la espera de un mensaje o señal secreta que ha de cambiar el curso de mi vida.

En medio de esa actividad frenética o pérdida de tiempo, depende como se le quiera ver, caigo en la cuenta de Instagram de una mujer que vamos a llamar Julia, para efecto de que cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

Pues bien, esta Julia tiene una foto con el fragmento de un poema. Lo leo y en medio de lo cursi o autoayuda que pueda ser, y con mis escasos conocimientos de poesía, puedo decir que me gusta.

Decido buscar el libro al que pertenece el poema y comienzo a leer las diferentes opiniones de las personas que lo han leído. El poemario cuenta con varias y la mayoría son tóxicas; por lo general las opiniones, sin importar cual sea el tema, en el fondo siempre están podridas, llenas de resentimiento y mala energía.

Una tal Daniela dice que lo abandonó después de haber leído 50 páginas sin haber subrayado ni un solo poema, algo raro en ella, pues afirma ser una lectora a la que le gusta subrayar mucho, en especial los libros de poemas. Al final califica el libro como una obra deslucida.

Sebastián prefiere ir de frente y dice que es la peor poesía que ha leído en su vida, para nada memorable y tremendamente mediocre. Cree que le falta sustancia, lo que sea que eso signifique y que no entiende como pudo haber sido publicado.

A Sheila, que de pronto hacia parte de un grupo de lectura con Sebastián y Daniela, le parece una obra mediocre y embarazosa, con estructuras obsoletas y atroces estilísticamente hablando. Si hubo algo positivo de la lectura, piensa, fue haberlo leído en digital, pues caso contrario se habría sentido mal por los árboles que se convirtieron en las hojas del libro.

Que fácil es transformarnos en poetas llenos de rabia y convertirnos, de un instante a otro, en una metralleta de comentarios negativos hacia el trabajo de otra persona. Pero bueno, ¿qué se yo? De pronto esos lectores son “expertos” en poesía y por eso hablan con tal propiedad.

Uno de los personajes de Virginia Woolf dice algo que me gusta mucho en cuanto al tema de opinar en su novela Las Olas
“Me asemejo ahora a un leño que se desliza suavemente a lo largo de una cascada. Yo no soy un juez. No estoy llamado a dar mi opinión”.