Esta sala se confunde con cualquier otra. Tiene la misma estructura de las demás.

Por: Lorena Arana

Esta sala se confunde con cualquier otra. Tiene la misma estructura de las demás.

Estoy sentada, leyendo; aunque, en realidad estoy pensando si mi vida está a punto de cambiar. “No, no”, recuerdo las palabras del médico; mas hay un bicho que pica, seguro sin razón. Será la duda. Además, la vida cambia siempre. Cada día se inclina hacia el destino.

Es que es una sala tan concurrida, que hasta se usan turnos. Llaman el mío. Me levanto y todos se quedan mirándome. Sin embargo, no sé si las que atienden son buenas actrices; si, de verdad, nada les sorprende; o, en cambio, se aguantan, se tragan las preguntas, evitan abrir los ojos más de la cuenta; y después cuchichean, se miran entre ellas y hacen caras.

Vuelvo al asiento. Ahora yo observo a los demás. Compruebo que algunos sí están acostumbrados a estar ahí. Tal vez, resignados en algún momento, mas ya no. Distingo, en algunos, tristeza; en otros, desconcierto; incluso, en los acompañantes. “¿Qué más habrá?”, pienso, “¿miedo?”. No obstante, puede que la primera sea más notoria. Al inicio, por ejemplo, vi a una mujer, en la sala de afuera, que lloraba mientras hablaba por celular. Yo, a lo mejor, me veo tranquila. Igual, lloré cuando me remitieron, pero hoy recuerdo las palabras del médico…

Asimismo, en el ascensor, venía una chica que tenía cita con la misma doctora que yo. Ella aparentaba, no sé cómo decirlo, estar decepcionada. O, quizá, me dio esa impresión cuando me indicó el piso al que se dirigía.

Es que esta sala, en aparente silencio, realmente está llena de gritos, de lamentos y cuestionamientos ahogados; de momentos de abstracción haciendo cualquier cosa, con personas que se quedan mirando al infinito; de eso en lo que uno se hunde por la noche, antes de dormir, y luego finge todo el día encontrarse bien. Es esta sala, que carga con todo el peso, que nos hace lucir una marca invisible en la frente, la cual se siente hasta pidiendo la cita por teléfono.

Hace un momento entró a consulta una señora con su hijo, de unos veintiséis años. Acaba de salir llorando. Se detuvo a hablar con la doctora en la puerta del corredor interno. La profesional está conmovida. No la conozco. Sin embargo, se le nota. A aquella mujer la carcome una certeza que ya trascendió a su hijo. La médica se las entregó y ahora, a duras penas, la cargan entre ambos. Se creería que, en algún momento, se acostumbrarán al peso. Se presumiría que, en tales circunstancias, ya no tendrán que hacer tanta, pero tanta fuerza.

Escucho mi nombre, la misma sub-especialista me llama. Entro al consultorio. Ella pregunta lo pertinente. Revisa los exámenes. Me hace despojar de mis prendas inferiores. Me revisa como ningún otro ser humano lo ha hecho. Llega más lejos que cualquiera. Entonces, vuelve al escritorio y repite lo mismo que el médico: “- La endometriosis rara vez se torna maligna. Estos quistes tienen buen aspecto”. “Gracias, Dios”, ahora no soy yo, sino mi alma presente. “- Aparte, son muy pequeños. Parecen solo endometriomas”. Siento que me sale el aire contenido por semanas. “- En el examen físico tampoco sentí nada raro”. Ya no cargo el peso con el que llegué. “- Sácate estos exámenes, sigue con las pastas. No te preocupes”. Estoy más feliz que nunca. “- Regresa a donde tu ginecólogo”. Todo vuelve a estar como antes. Me entrega las órdenes. Todo se ve mejor que antes. “- Gracias, doctora”. Ya no me parece tan malo tener quistes ováricos. “- Que estés bien, Lorena”. Ni la endometriosis. Me despido de la gineco-oncóloga. Mientras tenga solución. Digo adiós a las secretarias. Mientras sea transitorio.

Sonrío.

“La vida es fantástica”, digo en mi mente, mientras salgo de la sala de espera de Oncología. No obstante, en un momento, miro atrás, a los pacientes que aún esperan, y no puedo evitar preguntarme: “¿por qué yo no?”.