¡Basta!

Por: Lorena Arana

“¡Lesbiana asquerosa!”, me gritó una vez la mamá de una chica de mi colegio. Le molestaba mi presencia en su conjunto residencial, pues, años atrás, cuando su hija tenía trece años y yo dieciséis, le había escrito una carta en la que le confesaba que me gustaba. Recuerdo haber sentido que no merecía el insulto, aún cuando su hija fuera heterosexual. Me refiero a la parte de “asquerosa”, con la cual quiso darle connotación negativa a mi orientación sexual. No, ni tratándose del 2006, año en el que todavía, en cierta forma, se permitían y naturalizaban comentarios, insultos y conductas de odio. Yo no le respondí nada. Ahora tengo 34. Tampoco escribo cartas a cada heterosexual que me parece atractiva. Por decisión propia, aclaro; madurez, quizá; sentido de la lógica, no sé; mas sigo convencida de que no merecía dicho trato y menos frente a mi pareja de esa época, a quien visitaba la mencionada noche y, por casualidad, resultó vecina de la susodicha. 

Me pregunto: ¿La actitud de la madre habría cambiado si yo hubiera sido hombre? ¿O, acaso, me hubiera gritado “¡asqueroso heterosexual!”, solo porque su hija no hubiera correspondido las intenciones de la carta?

Así, como ella aquella noche, en esta Semana de la Visibilidad Lésbica, aprovecho para adoptar una postura de tolerancia cero, pero frente al sarcasmo, la burla, los términos despectivos, el “¿cómo sabe que no le gusta, si no lo ha probado?”, “yo lo acepto, pero que no tenga que ver”, “que hagan lo que quieran en sus casas”, “es que aquí hay niños”; frente a la doble moral, a quien dice respetar la diversidad e identidad de género, cuando solo lo hace con algunos. Es decir, cuando solo es asunto de conveniencia; a sentirme presionada a explicarme, a sustentar lo que soy. A todo lo que crecimos escuchando, asumiendo y aguantando, le digo: ¡no más! Porque, durante la adolescencia, cuando un familiar se enteró de mi homosexualidad, me convenció de que lo más importante era que mis papás no se enteraran. Mi padre murió hace once años. No sé, siquiera, si lo sospechó. Jamás he tenido tal conversación con mi madre de 73 años. Escondo mi libro de un montón de parientes. Y estoy dispuesta a sacrificar cualquier relación banal, ausente de respeto pleno hacia mí, como miembro LGBTIQ+. Ahí sí, como dice Piroberta: “¡me cansé!”.

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Es que, ¿para qué relaciones construidas con hipocresía? 

De ninguna manera mi intención aquí sería dividir, ni generar resentimientos. En efecto, entiendo que, más que nada, la sociedad está en transición y tal es un proceso lento. Sin embargo, sí invito a que cuestionemos de quiénes nos rodeamos, a quiénes dejamos entrar en nuestra vida o damos un rol significante; pues eso lo podemos hacer ahora. Nuestra misión suprema debería ser siempreprocurarnos bienestar (sin atentar contra nadie).Y, desde el inicio de la búsqueda por la igualdad, hemos sido nosotros quienes la representen, velando por dignificarnos frente a la injusticia; ya que, detrás de cada uno de aquellos detalles, hay homofobia. Y a la homofobia le tenemos un mensaje: que seguimos firmes, leales en la lucha.

Vivamos esta semana con la cabeza en alto, empoderándonos, reafirmándonos el valor de todo lo que llevamos dentro; diciendo “¡basta!”, si es necesario; estableciendo límites; declarándole al mundo, con certeza, que aquí estamos, que no es un juego, ni una etapa, ni una moda; que somos mujeres y lesbianas; que amamos a los hombres y, asimismo, reconocemos que no se trata, jamás se ha tratado, de ellos, ni de algo tan básico como que alguno “no nos lo haya sabido hacer”.

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