Así que le saco la mano a un taxi que, por una alineación de planetas o porque me van a hacer el paseo millonario, pasa desocupado.

Por: Juan Manuel Rodríguez Bocanegra @Vieleicht

Salgo de una cita médica cuando el día está a punto de convertirse en noche. “Debería pedir un Uber”, pienso.

Abro otra app de transporte, porque tengo una pelea cazada con la primera, ya que insiste en cobrarme $3000 que no les debo, por un error en la aplicación. “No sea chichipato y páguelos”, pensarán algunos. El punto es que sí o sí los debo pagar con tarjeta de crédito, y no pienso vincularla con la app.

“Que se los pague su madre”, pienso, ¿cuál?, la de alguno de los dueños.

Está claro que mi pataleta no ha producido ningún impacto en las finanzas del gigante tecnológico, pero bueno, me iré a la tumba con mi supuesta deuda, en fin.

Luego de 10 minutos ningún carro confirma el servicio, así que le saco la mano a un taxi que, por una alineación de planetas o porque me van a hacer el paseo millonario, pasa desocupado. Apenas me subo le doy la dirección al conductor y me pongo a mirar por la ventana para dedicarme al fino arte de echar globos.

De repente una pregunta aparece en mi cabeza: “¿tendrá algún sentido la vida o no es más que un absurdo ni el berraco?”

Mi consigna es no hacer contacto visual con el taxista para dedicarme a mis monólogos mentales. Para lograrlo imagino que hago parte de un comando secreto. Do not engage, soldier, me dice el líder de mi escuadrón a través del auricular subcutáneo implantado detrás de mi oreja derecha. Sigo sus ordenes al pie de la letra.

Luego de avanzar unas cinco cuadras nos encontramos con un trancón. Miro por la ventana mientras intento analizar la pregunta sobre la vida desde diferentes ángulos, pero todos dan a callejones mentales sin salida.

“Ahora mucha gente anda saliendo del país”, es la frase con la que el conductor rompe el silencio. Veo sus ojos por el retrovisor, y es obvio que espera una respuesta.

I repeat do not engage! Exclama el líder de mi escuadrón, pero cedo ante la presión de la mirada del conductor.

“Ahh si ¿y cómo lo sabe?”, le respondo.

“Pues he escuchado muchas conversaciones de gente que he transportado. Por ejemplo, el otro día llevé a un man al aeropuerto que se iba con la hija a Europa y le decía a alguien por teléfono que iba a abrir un préstamo y lo pagaba desde allá”.

“Por eso el dólar ha subido tanto”, concluye.

Subo las cejas en modo de pregunta.

“Pues sí, a mayor demanda sube el precio”, dice con propiedad.

“Ahh ya”, le respondo.

“Vuelvo a mirar por la ventana. El líder de mi escuadrón no ha vuelto a hablar, seguro cortó la comunicación.
el taxista ataca de nuevo:

“¿Y qué, saliendo del trabajo?”

Me toma por sorpresa, así que tardo unos segundos en comprender que me está hablando de nuevo. Le respondo con un tímido: “sí”

“¿Y trabaja ahí en el hospital?”

¿Cuál es la gana de conocer mi vida al detalle?, pienso.

Reconozco que tal vez solo quiera hablar, que andar detrás del volante todo el día, metido en trancones, aguantándose los madrazos y la rabia de los demás conductores no debe ser placentero, y que conversar con los pasajeros es una forma de terapia, pero hoy quiero darle vueltas a la pregunta que me hice hace un momento.

Ese modo trascendental es una pereza, pero yo no me esfuerzo por estar así. Simplemente llega y se instala como si nada. La verdad, si ustedes me lo preguntan, prefiero el estado bobada, o el estado vale huevismo puro.

“Por el sector”, le respondo.

Mentira número 1.

Otra vez miro por la ventana. Mi única salvación es fijar la mirada en los otros carros, en las fachadas de los edificios que vamos dejando atrás, en las personas que ocupan por un segundo mi campo visual, y esperar que el taxista no hable más.

“¿Y en qué sector o industria?”

“Diseño”.

Mentira número 2.

Estoy listo a inventar cualquier respuesta elaborada con la palabra Photoshop o Illustrator, pero el taxista no hace más preguntas.
A pocas cuadras de la casa suena una canción de salsa conocida, pero se inventa el coro y la canta a todo pulmón. Por un segundo pienso decirle que la letra no es así, pero ¿para qué? Se le ve feliz.

Cuando me bajo decido comprarme una dona de chocomaní para aplacar un poco tanta pensadera.

El chocolate como terapía de vida.