Por: Gustavo Adolfo Vargas
Publicado: octubre 16, 2007

A eso de las seis de la mañana del lunes despierta. Ya el lánguido amanecer citadino se presenta por la pequeña ventana de la habitación. Camina hasta la mesa de trabajo y separa el borrador lleno de tachones de los demás escritos sin empezar. Soñó con el árbol sobre la colina, provisto de hojas amarillas eternizadas en las que alguien dejó un nombre de mujer abierto al cielo, Marisol.

Escribe, lleno de un furor incoherente, impredecible en cada una de las palabras. No se detiene cuando la casera lo llama a desayunar, ni cuando cientos de hormigas salen entre la madera y trepan por la pata de la mesa para alcanzar un pedazo de pan viejo; ni cuando vuelve la casera al mediodía pensando en lo que él le había dicho sobre el muchacho encerrado en la habitación que parecía un insecto:

• Mijo –dice la casera– ¿está bien? El almuerzo está servido.

• Si –dice– estoy ocupado, más tarde bajo.

No se detiene al sentir la impaciencia de la vejiga de tanto tomar agua del grifo por la mañana, ni cuando era hora de trabajar en el Café Blanco. No para hasta las ocho de la noche y la luna redonda se acerca a las pequeñas casas del barrio. Un olor a flores húmedas bajo el sol lo cautiva mientras piensa en cómo encontrarse con ella. Lentamente se deja llevar por el sueño.

Vuelve con el árbol, inmenso, único, el fondo un azul agonizando. Desde lejos lo ve desprenderse en ramas con hojas amarillas que agotan el cielo en una espectacular alucinación. Sube por la colina, mirando la danza que asciende como burbujas. Cuando está cerca, una hoja cae en su mano izquierda y encuentra el nombre de Marisol escrito con letra tímida. Piensa, cree en ella, la puede ver a lo lejos sonriendo, casi mágica, prendida a una mirada clara en la otra posibilidad (La humedad de las flores) Despierta a las seis de la mañana y decide escribir: – La primera certidumbre del amanecer – Escribe – Piensa – Dice….

Por la tarde aguarda la puesta del sol para ir al Café Blanco. Sale a la calle en busca de algunos cigarros que intoxiquen su estado y lo entreguen a la normalidad. Siente el olor muy cerca, casi impregnado en el cemento. En la acera frente al conjunto de habitaciones del viejo caserío donde vive, equivoca la inconstancia de los sueños y camina hacia los suburbios, guiado por el instinto.

Camina sin detenerse, esperando algo que no sabe explicar pero que es necesario. Entra a un barrio escondido en su miseria, baja por los pedregosos senderos que dan al campo, cruza un puente hecho en guadua, atraviesa la tormenta blancuzca, incursiona en un bosque de altas estirpes y termina en un espacio abierto con el nombre de la soledad y los días vírgenes. Le parece conocido.

A lo lejos, en la colina, el árbol y el levitar amarillo. El olor definido en sus colores, lo siente bajar de las hojas y puede tenerlo en sus manos. Se dirige hacia la colina esperando hallarla. Cuando recoge su nombre del suelo y mira el azul agonizante, entiende que ella nunca iba a ser encontrada. Sólo tenía su esencia y la palabra Marisol.

Por largo tiempo aguarda el final. Introduce las manos en sus bolsillos y en el izquierdo encuentra una nota suelta. En ella cortas oraciones tachadas con una línea tímida.

La nota dice:

Él escribe. Tiene un cuento. Piensa en ella. En el bolsillo una nota. La nota no aclara dónde encontrarla. La nota es de ella. Ojalá existiera, piensan los dos.