Su respirar calmaba mi ansiedad. Su mirada firme, esa que lo caracterizaba, me hacía caer en cuenta de que era lo que más quería. Pero claro, era bastante tarde para decírselo. En su ataúd, lo veo, y aunque esté ahí, no está. Sólo queda su recuerdo, pero recordarlo lo inmortalizará.

Por: Editorial El Clavo.

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Ya casi llegaba el invierno; los días se tornaban grises y fríos. Ahí estaba él encendiendo la chimenea que había en la sala de su casa mientras mi abuela preparaba café en la cocina. Se puso de pie y se dirigió hacia mí, se sentó a mi lado y me vio con los ojos que me ve cuando me quiere contar una de sus aburridas historias de la infancia. Efectivamente fue así, estaba recordando un día en el que salió de su finca en busca de leña para encender el fogón y preparar el almuerzo. Encontró un árbol caído, se puso a cortar con el machete ramas secas y yesca para que sirviera de combustible, pero en un acto de rapidez, alzó la mano con la que empuñaba el machete y con fuerza cortó la gruesa rama. Como iba tan rápido, el machete terminó en su pierna izquierda, cortando parte del cuádriceps. Me miró y me dijo que nunca había sentido un dolor parecido, que ese había sido un dolor eterno, pues en ese entonces la ciencia no era tan avanzada y no había suficiente tecnología como para sanar el músculo casi destrozado, lo que hizo que su pierna izquierda quedara sin fuerza y por ende, cojo de por vida.

Mi abuela entró en la sala anticuada. Tres sillones viejos de color vinotinto y de una cuerina opaca. Áspera como la piel de una serpiente. Nos sirvió una taza de café a cada uno, interrumpiendo la triste (pero aburrida) historia de mi abuelo. Al terminar de servir, se sentó en medio de los dos y encendió el televisor, de cajón que tenían, en busca del noticiero, pues acostumbrábamos a ver y a discutir sobre algún suceso que veíamos descabellado; en esas, estaban pasando un asesinato de un joven taxista que le prestaba su servicio a un extranjero, a quien acribillaron sin piedad con un arma de fuego de alto calibre. El extranjero parecía haber sobrevivido, pero el joven murió. Nos preguntamos sobre el por qué a un joven le pasaban cosas tan trágicas.

Miré el reloj de pared de corte europeo. Lo detallé un momento hasta que me fijé en la hora. Noté también que se iba acabando el café y las sábanas de mi cama me empezaban a llamar. Me tomé el último sorbo que quedaba en la pequeña taza blanca de mi abuela y me despedí para ir a dormir. Mis abuelos, por el contrario, preferían quedarse sentados viendo el final del noticiero, pero sabía que se quedarían dormidos en el sofá –casi siempre lo hacían-. Me fui al cuarto, me cambié de ropa y me acosté. El sueño llegó antes de lo que imaginaba. Me quedé profundo al instante en el que mi cabeza tocó la almohada.

A la mañana siguiente me desperté muy temprano para jugar un partido de fútbol. Eran las eliminatorias y estaba ansioso por ello. Salí y me aseguré de cerrar la puerta sin hacer mucho ruido para que mis abuelos no se despertaran; abordé un taxi y me fui.

Después del partido llegué a casa. Busqué las llaves en mi maletín y abrí la puerta. Estaba cansado, pero contento porque al final vencimos a los Toros 3 por 1. Fui a la cocina a buscar a mi abuela para contarle cómo me había ido, y con suerte me prepararía mi platillo favorito: Espaguetis. No estaba ni ella, ni mi abuelo. Fui a buscarlos a su habitación, pero tampoco hallaba rastro de ellos.

Me dirigí a la cocina para prepararme algo, seguramente fueron de compras juntos, pues mi abuelo no era el mejor comprando frutas o verduras -siempre salían podridas-. Preparé un sándwich e iba a sacar jugo de la nevera cuando encontré en la puerta una nota, la tomé y la leí. Quedé extrañado por lo que había acabado de ver. Era la letra de mi abuela y se notaba que estaba escrita rápidamente, pues eran más garabatos que letras. Decía: -Tu abuelo se desmayó, fui a la clínica y estoy muy asustada-. Me alarmó tanto que el sándwich cayó. Se sintió más del piso que mío. Tomé mi maleta, en ella tenía un libro. Al salir, azoté la puerta y bajé corriendo por las escaleras. Detuve el primer taxi que vi. El miedo controlaba mi cuerpo. Hablaba entrecortado y temblaba, pero el taxista me entendió perfectamente. El hambre había ido.

El viaje se me hizo eterno. Habían trancones por todo lado… el invierno ya había hecho sus primeros estragos. La noche anterior, una tormenta hizo que varios árboles cayeran en algunas de las vías más importantes de la ciudad.

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Al llegar al hospital, estaba mi abuela en shock. Me acerqué, la saludé y le pregunté qué le había pasado, pero ella no respondía. Estaba en trance, a punto de romper en llanto, y aunque su viejo y arrugado rostro hacía lo posible por ocultarlo, sus lágrimas la delataban. Algo muy malo estaba ocurriendo, ella nunca había estado tan triste.

Me senté, la abracé y su llanto se me pegó. Lloramos, y yo aún sin saber qué era lo que pasaba. Vi como un doctor se acercaba hacia nosotros, y antes de que llegara, me puse en pie y le pedí respuestas, aunque sólo me dijo que mi abuelo tenía un tumor muy avanzado en el cerebro. Que no tenía muchas esperanzas de vida, pero que harían lo posible. Al escuchar esto, mi abuela se desvaneció y sus lágrimas caían como una cascada torrencial. Yo por mí parte, no lo podía creer, era imposible imaginar una vida sin ese abuelo que tanto me quería, con el que compartía tantos momentos, aquél que se preocupaba cuando iba mal en el colegio o con el que me desahogaba cuando rompía con alguna chica. Ese que me aburría con sus historias tristes de infancia, pero con el que discutía después de hablar sobre algún asesinato o robo a gran escala que pasaban en las noticias. Para mí, era imposible imaginarlo bajo tierra.

Le pregunté al doctor si podía pasar a verlo, me respondió que sí. Su habitación era la 12, justo al final del largo pasillo.

De pies a cabeza me recorrió ése frío aire que se siente al dar cada paso por ese eterno pasillo, de blancas paredes y líneas azules, que me llevaba a mí abuelo; después, el terror se apoderó de mí al verlo allí, inconsciente en su camilla. Esa fea sensación al abrazarlo y darle un beso en su frente para hacerlo sentir mejor, cuando de entrada sé que no se siente nada feliz. Son muchos los sentimientos los que salen a flote, muchas emociones abrumadas por culpa de una enfermedad. No aguanté mucho tiempo y salí de la habitación, no quería que me viera triste ni mucho menos llorando, de seguro lo empeoraría.

Me dispuse a buscar al doctor, aunque nadie me daba razón de él. Fui a la sala de espera para acompañar a mi abuela.

Al sentarme con ella, me dijo que el doctor le habían dicho que tenían que operarlo para tomar una muestra de su tumor y examinarlo. Quedé sin palabras, sin aire y sin esperanzas. Lo que fuera por su salud.

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Mi abuela despertó repentinamente de un sueño (en el que había caído hacía ya varias horas) por culpa de todo un cuerpo de enfermeros y doctores que llevaban una camilla. Parecían con urgencia. Cuando pasaron por nuestro lado el doctor me dijo: -Tranquilo, se pondrá mejor-. Quedé algo confundido, pues no parecía conocer a la persona que llevaban, pues estaba totalmente cubierta con una sábana y su cabeza la cubría lo que parecía ser una caja con forma de ovoide… pero luego cobré sentido, era mi abuelo. Mi abuela y yo nos levantamos con rapidez para ir en busca del doctor, pero ellos parecían atletas, y no podíamos alcanzarlos a la velocidad de mí abuela. Ella se soltó en lágrimas. Yo sentía su dolor, habían estado juntos desde que ella tenía 15 años, más de 4 décadas. La llevé tomada de la mano para la sala de espera, nos sentamos y de nuevo nos quedamos dormidos. La espera era eterna.

Me desperté. Parecía estar anocheciendo. Por la ventana se veía el sol anaranjado escondiéndose tras las montañas. Vi el reloj y eran las 6:00A. M. Amanecía. Estaba desorientado. Mi abuela seguía durmiendo y decidí dejarla descansar. Fui a buscar al doctor, pues creía que ya mi abuelo había salido de cirugía, pero me dijeron que el doctor había salido por unos medicamentos, así que llamaron al segundo doctor al mando de la operación para que me explicara todo, pero no lo lograban contactar. Me fui a servir un café y volví con mi abuela. Alguien se acercó de repente y me preguntó:
-¿Eres el nieto de Carlos?- Asentí con la cabeza y me puse en pie. Me explicó todo el procedimiento. En conclusión, todo estaba bien, así que me dijo que fuera a verlo. Estaba en la misma habitación.

Al llegar, lo vi tendido en su camilla, se veía muy raro con esas vendas en su cabeza. Lo tomé de la mano y despertó. Tenía una triste mirada. Estaba frío. Se quitó su mascarilla de oxigeno, me tomó la cabeza y me besó en la frente. Lloré demasiado, no pude aguantar. No quería verlo ni un segundo más allí. Sentí que le quedaba poco tiempo, que se aproximaba lo peor. Sentí, además, que me desvanecía. No se había ido y ya lo extrañaba…

Salí de la habitación y fui a sentarme con mi abuela que estaba devastada y ambos lloramos hasta más no poder. Mientras la abrazaba, las lágrimas caían por nuestros rostros y pensé -Tener un abuelo enfermo en la clínica, es como tener la mitad del

cuerpo inmóvil, estaba allí pero no servía de nada. Caí en cuenta de que esa mañana y por el resto de mi vida debía hacer lo imposible para amarlo.

Llegó el doctor, nos alegramos al pensar que nos daría buenas noticias. Por su triste expresión nos dimos cuenta de que era todo lo contrario. Nos dijo que no sabían qué había ocurrido, pero su estado de salud había empeorado, que al parecer estaba en estado vegetal. No se movía para nada. No podía creerlo, las cosas iban de mal en peor. El doctor nos dijo que no tenían muchas esperanzas de vida, que no le quedaba mucho tiempo. Mi abuela se desmayó al escuchar esto. Mí corazón parecía que no bombeaba sangre, no me podía mover, estaba paralizado, pero sobre todo muy triste. Sólo quería que eso fuera una horrible pesadilla y anhelaba despertar y verlo de nuevo bien. Que me contara sus historias y disfrutarlas, en vez de ignorarlas, que me de dinero cuando tenga hambre y no halla qué comer en su casa. No lo quería perder.

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Tres horas después, mi abuelo falleció.

Ya casi llega el invierno. Los días vuelven a tornarse grises y fríos. Un año después de su muerte, y seguía pensando en él, en los abrazos espontáneos que me daba por detrás cuando estaba sentado jugando con la Xbox en su sofá, mientras su barba de tres días me daba cosquillas al rozarse con mis mejillas, o cuando se despedía con un grito ahogado al ir a la tienda para comprar algo. En los cafés que mi abuela preparaba y juntos disfrutamos viendo la televisión. Ahora todo era diferente sin él, mi abuela no salía de su habitación, y yo… yo no volví a ser feliz. Todo dio un giro inesperado en mi vida, mis sentimientos se encerraron con candado en mí agonizante corazón y la única llave que lo abría, se encontraba a unos metros bajo tierra.

La tristeza me llena el alma, su recuerdo permanece en mí y seguirá estando presente en mí vida por siempre. Lo amaré por toda la eternidad, pero, sobre todo, lo extraño y lo seguiré extrañando por el resto de mi vida.