Los proyectos para llevar agua potable al departamento de La Guajira han fracasado o no han sido suficientes, y cientos de niños siguen muriendo al año por desnutrición y deshidratación. ¿Qué pasó con la iniciativa gubernamental que construyó pozos públicos y qué dice la Corte Constitucional al respecto?.

“Erre win tamana”, repetían con insistencia las autoridades de las rancherías wayuu de la Media Guajira. Esta frase en wayuunaiki, la lengua de estas comunidades indígenas, traduce “Si tuviera agua…” y siempre venía acompañada de un deseo condicionado que podrían cumplir si tan solo contaran con ese elemento. “Si yo tuviera agua, tendría cultivos”. “Si yo tuviera agua, los niños no se morirían”. “Si yo tuviera agua, podríamos montar una empresa”.

La Guajira ha sufrido por siglos los embates de su propia naturaleza árida y agreste. Pero también los embates de un Estado que nunca ha logrado garantizar los derechos mínimos a esta población, que ve morir por decenas a sus niños que sufren el hambre y la sed cada día.


“A nosotros nos toca tomar agua del mismo jagüey donde toman los chivos. Es agua con barro y en los meses de sequía se vuelve escasa y toca sacarla de pozos artesanales que hemos construido nosotros mismos”, dice Wilson Ducand Epinayu, hijo de la autoridad de la comunidad Ishiin, en el municipio de Manaure.


Para Wilson, beber agua de estos reservorios en medio del desierto no es extraño, pero siempre le ha temido a la construcción de los pozos subterráneos. “Hace un tiempo escuchamos que una gente estaba haciendo un pozo en otra comunidad y se quedó atrapada allá abajo”, dice con angustia. 


Pero una vez construidos, lo más común en este territorio es ver a los niños pequeños acercarse a estos pozos para sacar un poco de agua, llenar baldes y llevarlos hasta sus casas en caminatas que pueden ser incluso de varios kilómetros. Con esta agua amarillosa y turbia cocinan, asean y alimentan a los animales.


“Esta faena les toca de manera lamentable a nuestros niños que cotidianamente vienen por agua que no es apta para el consumo humano porque no es potable. Las mismas condiciones nos obligan a consumirla, muy a pesar de que hay una Sentencia que obliga al Estado colombiano a garantizar el agua como un derecho fundamental”, explica Pablo Berty, un activista social que hace parte de la Veeduría a la Sentencia T-302 de la Corte Constitucional.


Esta sentencia fue una decisión que tomó la Corte en el 2017 para exigir a las autoridades del orden nacional, departamental y local acciones encaminadas a superar el estado de cosas inconstitucionales en la prestación de servicios públicos. La deficiente gestión para garantizar estos derechos estaba ocasionando que centenares de niños wayuu murieran al año, y la Corte, a través de su jurisprudencia, obligó a que se tomaran acciones.

En las zonas más desérticas de La Guajira, diferentes gobiernos han instalado infraestructura para que las comunidades wayuu puedan obtener un poco de agua subterránea y evitar así morir por la deshidratación y la desnutrición. Las iniciativas vienen desde el gobierno del general Gustavo Rojas Pinilla en los años 50, cuando instalaron molinos de viento que sacaban agua de la tierra, pero ninguna ha solucionado por completo el problema. En ese contexto, repetido por décadas, surgió la sentencia de la Corte. 

Pozos de tristeza

Una de las iniciativas gubernamentales más recientes para proveer de agua a estas comunidades fue un proyecto del Departamento de Prosperidad Social durante el último gobierno de Juan Manuel Santos. A través de una “intervención integral en seguridad alimentaria, nutricional y agua”, esta iniciativa construyó pozos subterráneos acompañados de páneles solares para alimentar de energía una motobomba y una planta desalinizadora que permitiría tener agua apta para el consumo humano, así como para las huertas y animales con que dotaron a las comunidades.

De acuerdo con la Veeduría a la Sentencia T-302, de las 29 plantas que se construyeron en la primera fase de ese proyecto, hoy 27 están prácticamente inservibles. “Esto funcionó los primeros seis meses, pero después la planta desalinizadora se dañó y nos tocó empezar a usar el agua salada”, cuenta Verónica Uriana, docente de la comunidad Mapasirra en el corregimiento de Mayapo, quien se enfrenta cada día a dictar sus clases en un pequeño salón a punto de derrumbarse, lleno de murciélagos y sin las más mínimas condiciones higiénicas.


En la comunidad de Wilson, los páneles solares se incendiaron sin que nunca supieran la explicación; en Walaschein, la ranchería de Libardo Pushaina, la bomba sumergible dejó de funcionar hace tres años y nadie en la comunidad sabe cómo repararla; y en la comunidad de Samutpiou, donde Elías Silva es la autoridad, los tubos se taponaron con la sal cristalizada y no han tenido cómo reemplazarlos.


Cada uno de estos proyectos, ubicados estratégicamente en las rancherías donde están las escuelas rurales, debía suministrar agua a alrededor de 10 comunidades cercanas, que terminan sumando cerca de mil personas y en promedio 150 menores de edad. Su diseño, que debía estar acompañado de estudios de suelo para identificar los terrenos donde con seguridad habría agua subterránea, fue cuestionado desde un inicio por supuestamente responder en algunos casos a favores políticos y no a criterios técnicos.


“Aquí nunca salió agua. Instalaron el pozo, los páneles, la bomba y la planta, pero cuando vieron que no salía agua dejaron todo tirado y se fueron”, asegura Abraham Gómez, autoridad de la comunidad de Canán, quien se frustra por no hablar perfecto español y no saber cómo resolver este problema para su pueblo. En Canán, donde organizaciones caritativas ayudaron a construir un gran centro educativo para atender a cientos de niños que llegan desde varias rancherías, deben pagar carrotanques que les suministren agua cada quince días para poder alimentar a los menores y asear las instalaciones.

De acuerdo con las cifras del Dane, desde que se emitió el fallo de la Corte Constitucional han fallecido al menos 285 niños por causas evitables. En 2018 murieron 118 niños; en 2019, 84; en 2020, 65; y en los primeros cinco meses del 2021 habían muerto 18 menores. Y estos son solo los casos de los que se tiene conocimiento, pues el índice de subregistro de muertes en el departamento está sobre el 70 por ciento, es decir, son muertes que ocurren en rancherías y que no se reportan o no tienen acta de defunción. 


“No nos hemos detenido un instante para que ese propósito se cumpla de manera sostenida. Si bien hoy el indicador presenta una mejora, pasando a 51 casos en 2020, nuestra meta es lograr que esta cifra esté en cero”, aseveró la Consejera Presidencial para las Regiones, Ana María Palau. 


Sin embargo, las cifras de disminución de muertes por las que saca pecho el Gobierno podrían estar viciadas. En medio de la pandemia por el coronavirus, muchas comunidades han decidido no acudir a los centros médicos cuando sus menores están enfermos o no reportar sus muertes ante las autoridades: temen que, en cumplimiento de las medidas dispuestas por el Ministerio de Salud en el marco de la emergencia sanitaria, los cuerpos de los niños sean incinerados y no se retornen a sus padres para el ritual de duelo que su cosmovisión les exige.

Desnutrición y desespero

“Las gemelas nacieron hace un mes y aún no han sido registradas. En las últimas semanas las hemos visto durmiendo demasiado y bajitas de peso, pero a la mamá le da miedo llevarlas al centro médico y que no se las devuelvan”, cuenta Virginia Paz Puspushaina, autoridad de la comunidad Cazutalaín, en el municipio de Uribia.

En la ranchería de Virginia, el pozo público ha funcionado, pero el agua siempre salió salada. Esto ocasionó que los cultivos que irrigaron con el sistema de mangueras que traía el proyecto se secaran, y que la tierra de la huerta quedara completamente estéril. Equipos del Ministerio de Vivienda tomaron muestras del terreno y del agua para revisar qué había ocurrido, pero han pasado varios años y no han traído los resultados.


En la comunidad de Nazareth, liderada por la rectora Gabriela García Epieyu, ocurrió lo mismo y solo han podido sembrar con las aguas lluvias, que pueden escasear incluso años enteros. “El Instituto de Bienestar Familiar entrega unos paquetes alimentarios para los menores de cinco años, pero eso no es suficiente porque las familias son numerosas y no hay alimento para nadie, ni para los mayores de cinco años ni para los padres”, dice con molestia Matilde López Arpushana, una líder social wayuu que en el 2014 ganó el Premio Nacional de Derechos Humanos.


“Aquí necesitamos que el Ministerio de Agricultura actúe. Hace parte de su cartera poner a parir la tierra y para eso tiene que sacar el agua de debajo de la tierra. No sé de qué manera, pero debe hacerlo para que los wayuu puedan producir su propio alimento. Porque el Bienestar Familiar no produce comida”, sentencia Matilde, que en varias ocasiones ha sido víctimas de atentados por cuenta de sus denuncias. 

El servicio de agua en el departamento de La Guajira está intervenido por el Gobierno nacional desde hace más de cuatro años debido al incumplimiento permanente de la Gobernación y las alcaldías para garantizar este derecho a sus poblaciones. La intervención, sin embargo, no ha sido la solución a todos los problemas de agua que enfrentan las comunidades, como queda en evidencia con estos testimonios. 

Nemesio Roys era el gobernador del departamento hasta la semana pasada pues un fallo del Consejo de Estado anuló su elección. Roys, quien además fue uno de los estructuradores del proyecto de pozos públicos durante su paso por el gobierno nacional, en la dirección del Departamento de Prosperidad Social, reconoce parte del fracaso en el manejo de este derecho fundamental y plantea algunas alternativas ante el incumplimiento de las alcaldías para hacerles mantenimiento periódico a los pozos y las plantas desalinizadoras.


“Es claro que el Gobierno nacional no puede ser el encargado de la sostenibilidad de los proyectos porque no está en territorio permanentemente. Y si hemos visto que las alcaldías no pueden hacerlo, la mejor alternativa es tener unas empresas de servicios públicos que se encarguen del mantenimiento y asuman la responsabilidad de hacer las inversiones periódicas”, asegura Roys, quien antes de dejar su cargo había destinado 12 mil millones de pesos para la reparación de pozos y el diseño de nueva infraestructura. 


Cuatro años después de que se emitió la sentencia de la Corte Constitucional, la Defensoría del Pueblo y la Procuraduría reconocieron en una audiencia pública citada por el alto tribunal que no hay avances concretos para superar la crisis humanitaria de La Guajira. El Tribunal de Riohacha, encargado de hacer seguimiento al cumplimiento de la sentencia, ha sido negligente pues ha dado múltiples prórrogas a las autoridades y por eso en el último mes la Corte decidió retomar control sobre el seguimiento al caso. 


Con esto, las comunidades esperan que su historia de abandono y muerte empiece a cambiar. Lo único que quieren, como dice Virginia, es tener un poco de agua. Solo así, con el deseo condicional de tener este derecho garantizado, podrán cultivar, comerciar y alimentar a sus pequeños para no verlos morir una y otra vez ante la impotencia árida del desierto.

Semana Rural.