No recuerdo haber tenido un mal día en motocicleta. Ni siquiera ese en el que un camión fue protagonista en fracturarme la pierna… o en las más de cinco caídas que he sufrido por ser inexperto en el tema. El sentir el viento en el rostro, el rugir del motor en mis tobillos y la vibración de la carretera en mi coxis, han hecho que tengan un hobbie, uno que se convirtió en mi estilo de vida.

Aquellos que me conocen saben que mi verdadera pasión son las motocicletas. Nunca me he limitado al cilindraje, al estilo o al tamaño de ellas, pues con tan sólo tener un motor, dos ruedas y un timón, me siento realmente contento. Mi actual motocicleta, por ejemplo, es una Boxer CT-100, y su diseño original, hecho para domiciliarios y labores de ciudad, no me detuvieron para modificarla a mi gusto. Vintage, antiguo, y con un diseño único que nadie sabe cómo definir… si cafe racer, si bratt style… incluso algunos han dicho que parece una scrambler. En fin, siempre he dicho que la perseverancia alcanza los objetivos que uno se proponga.

Y si, no les miento que a veces me hacen falta unos cuantos números más en la cilindrada, que aumenten la potencia, el torque… que aumenten la velocidad. A veces esos 100 km/h que alcanzo en ‘La Zancuda’ me quedan cortos para todo lo que esperaría sacar. Y sí, algunos me tildarán de irresponsable, pero lo que no saben es que esa adrenalina no se consigue con cualquier cosa. Es algo innato que surge del rugir del viento en tu cara, del sentirte uno solo con tu motocicleta y de saber cuándo esquivar o tragarte un hueco, teniendo en cuenta velocidad, tráfico y condiciones climáticas, y de las llantas, que estén en el momento. En fin, cuestión que sólo los moteros entendemos.

Mi gusto por las motos comenzó por allá en el 2012, cuando en una finca le pedí al hijastro de una prima que me enseñara a escondidas, en un terreno musgoso y muy peligroso, pero que me daban ganas de dominar. Y fue así, con esa primera caída al asustarme con unas gallinas que me corretearon en la moto, que le cogí amor a la vaina.

Dos años después ya tenía mi licencia de conducir. Fui feliz, demasiado feliz. Estudiaba a unas ocho o nueve cuadras del colegio, y me iba en la moto que mi padre me prestaba en ese momento. Era la sensación. Hoy por hoy recuerdo con risas esos momentos de ‘lora’ que tenía con amigos montados de parrilleros alrededor del colegio.

Hoy, mi ‘Zancuda’ es mi medicina ante la ansiedad, la depresión y el estrés. Nada más me sirve como remedio a parte de agarrar mi llave con los llaveros de calaveras, dar la patada magistral para sentir cómo la bujía saca esa chispa que enciende mi emoción, y da paso para que el tubo de escape ‘SC Proyect’ empiece a ronronear como un gato, como un gato de 200 libras.

Me pongo mi casco, vintage como mi motocicleta… introduzco mis manos en los guantes cafés, de cuero, y aprieto el timón con fuerza. Me siento con berraquera en ese momento. Presiono el clutch con tres de mis dedos de la mano izquierda, y con la pierna de ese lado de mi biológico cuerpo, meto primera. Giro mi mano derecha para acelerar… me pierdo, me pierden.

No tengo un rumbo fijo. Siempre salgo a rutear de forma distinta, por caminos distintos… siempre acompañado de mi cámara y de algún amigo que se me pegue.

Me echo la bendición, ruego a Dios que mi ruta sea placentera, que no hayan contratiempos y que el clima, llueva, truene o relampaguee, nunca me haga parar. Porque sí, así somos los moteros… dispuestos a cualquier cosa que se atraviese en nuestro camino. Y si es de ayudar a otro hermano rutero varado en el camino, lo ayudamos. Somos serviciales, y la adrenalina se incrementa cuando este tipo de cosas pasan. La cantidad de lugares que he conocido gracias a las motos que he tenido, han sido indescriptibles, inimaginables y soñados… Dios quiera que jamás me falten mis brazos, mis piernas y mi cuerpo intacto en general, porque el día que deje de rodar, ese día estaré muerto.