Las mujeres ejercen su oficio recogiendo flores entre los látigos; Las violaron, llenaron sus panzas con sangre y plomo.

Tomislav Marijan Bilosnić.

Por: Daniela González Jiménez

Salir a la calle nunca fue tan aterrador. Experimentas gestos, comentarios o actos de carácter sexual que te dejan una herida que nunca cicatriza. Mujer, creación más divina, dicen algunos. ¿Y los otros? Un ser vulnerable que se convierte en tapete manchado con huellas marcadas con zapatos mugrientos con exceso de crueldad. Entonces, mirando mi entrepierna con deseo, buscas aquella inocencia que anhelas sin despojo. Inocencia que adorna aquel cuerpo que siente escalofríos mientras el miedo le estrangula. Este cuerpo que ves no es tuyo, no intentes dominarlo por medio de la inseguridad y el susto. “¡Está muy linda, oyó!” Es el comentario más repetitivo que escucho en mi día a día. ¿Algún día la integridad de las mujeres será respetada? ¿O solo son unas soñadoras en una sociedad que tiene insomnio? Es difícil vivir en una cultura que se rige bajo la mirada del patriarcado, que justifica la violencia verbal y física en contra de millones de mujeres.

Se adueñan de sus sentires, su cuerpo y su voz. Así lo evidenciamos al ver cómo desaparece la vecina, no vuelve a casa nuestra prima o ver en noticias a la compañera de trabajo de tu madre. Ser mujer. Perseguida, señalada, asesinada. Nunca había sido tan difícil salir solas ante el mundo. Salir, en sí, es un acto de valentía. Así lo pienso yo. Caminatas sin retorno a casa, ojos vendados, cuerpos ensangrentados y sin identidad. Las mujeres -decía Tomislav Marijan- cuyos ojos nunca verán la estrella del amanecer, las mujeres que desaparecen en el bochorno del verano entre las sombras. Nos hemos convertido en un rompecabezas de decepciones en donde cada pieza es la negligencia y el sufrimiento. Sufrimiento que sentimos cuando el piropo se convierte en una expresión normalizada e inofensiva. Vivimos en una burbuja. Engañados. Engaño que padecemos por los medios, las personas y las instituciones que promueven discursos como “los hombres poseen un irrefrenable instinto sexual” o “las mujeres tienen la culpa de ser acosadas por ser provocadoras”.

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Afirmo entonces, que la sociedad nos culpabiliza y nos entrega una cierta “responsabilidad” ante el abuso que recibimos. La misoginia arraigada en la sociedad no permite empatizar con la víctima por encubrir al acosador o abusador. Esto es algo que se ha presenciado siempre. Medusa, diosa de la mitología griega, es violada por Poseidón dentro del templo de Atenea. La diosa, tomando esto como una ofensa, la castiga con serpientes en su cabeza en lugar de cabello, para que convirtiera a todo el que se le acerque en piedra. La escritora Helene Cixous en su ensayo La risa de la Medusa (1975) expresa que el hombre crea el legado de Medusa como un monstruo por el miedo al deseo hacia las mujeres. El “crimen” de la diosa fue su belleza, siendo esta la justificación de su abuso sexual. ¿Por qué se sigue repitiendo la historia de la mujer violada, culpada y satanizada por una sociedad patriarcal? Porque nosotras somos ante los demás -como dice Helene Cixous- las precoces, las inhibidas de la cultura, las hermosas boquitas bloqueadas con mordazas.

¿Quién nos protege si quien nos debe brindar seguridad mata y viola? Como dice mi mamá: “la justicia es un privilegio”. 420 cuerpos estrangulados, abusados o no identificados en lo que va del año. ¿Y el Estado dónde está? El problema no es solo que ignores estos actos, sino que permitimos y justificamos la injusticia y la crueldad de los altos mandos. En relación con ello, William Ospina nombra en su ensayo Colombia y el futuro, la justificación que le damos a los delitos porque no estamos siendo afectados nosotros. Por eso, muchas veces prefieren creerle a un posible abusador, que a una posible víctima. La violencia es ignorada y casi no se le aplican consecuencias, dando el beneficio a la duda. Los que nos lastiman han seguido su vida sin un castigo, respaldados por un pacto patriarcal que abandona a la víctima, haciéndola sentir vulnerable, insegura y sola.

Soledad. Soledad es lo que sentimos cuando callamos porque nadie nos escucha, mientras seguimos viendo a nuestro abusador en las cenas familiares o a un acosador como nuestro profesor; nadie hace nada. Muchas mujeres cuando son abusadas y deciden hablar, algunas respuestas que reciben es que se queden calladas. Sea porque su abusador es un familiar o porque no les creen. ¿Cómo dejar de callar cuando no hay un acompañamiento para las víctimas, la ley te pone en tela de juicio por “falta de pruebas” y la salud mental es un privilegio? Somos silenciadas por el miedo a ser señaladas, por el temor a que no nos crean, el no saber cómo llevar a cabo la situación, la coacción ejercida por el agresor, las amenazas o manipulación.

“¡Qué mujer tan vulgar, por eso es que la violan!”, le escucho decir a dos señoras mayores en el bus cuando ven subir a una mujer con pantalones cortos. ¿Es justo atacarnos entre nosotras mismas y normalizar la violencia basada en género? La única vestimenta que debería importarnos llevar es la de la libertad, en donde no nos corten nuestras manos para escribir nuestra historia, ni sellen los labios de miles de mujeres para que no alcen la voz en contra de las injusticias y puedan decir la verdad. Desde niñas se les ha enseñado la frase “calladita te ves más bonita”, normalizando el hecho de que la mujer deba ser sumisa frente al sistema y que sus labios permanezcan cocidos con hilos de crueldad.

Por lo general, dicen nuestras abuelas, que las mujeres deben darse a respetar. ¿Pero quién nos respeta a nosotras? Al estar solas sus cuerpos son vistos de forma obscena. Aún sin dar el consentimiento, manos sucias tocan cada parte de su piel. Sergio Macías, en su poema Machistas del martirio, expresa “el mundo os condena al desprecio, y a vivir por los siglos… en las sombras”. Mi madre me contaba que, en la década de los ochenta, en su entorno le enseñaban a comportarse como una señorita y a servirle a los hombres. Al ser de una manera diferente, eran señaladas y condenadas al desprecio. De alguna manera, en la actualidad se ha buscado que eso perdure. La mujer como ser inferior o manipulable, como objeto sexual o de consumo.

Mientras no permitan que sus cuerpos “sirvan” para satisfacer las necesidades de personas a su alrededor, serán vistas como unas exageradas o amargadas al defenderse de las agresiones. Cuando voy caminando por la calle sola, al escuchar comentarios como “uy, salúdeme a la suegra”, “tan bonita y sin novio” o la peor de todas, “si usted fuera mi mujer qué no le haría”, lo primero que deseo hacer es defenderme, gritar o mirar mal, pero al hacerlo las demás personas de mi alrededor me miran como si yo estuviera cometiendo el error. ¿Por qué muchos hombres deben dominar las aceras de las calles? ¿Por qué las mujeres muchas veces son vistas de forma morbosa?

Es una realidad que esta problemática es difícil de afrontar. Las palabras con morbo entran como chillido fuerte en tus oídos. Sientes cómo el calor sube hasta tu cabeza y cómo tus manos sudan mientras tus hombros se encogen. A veces te quedas paralizada porque te da miedo responder, que por el simple hecho de defenderte tu familia no vuelva a saber de ti. Los labios se pegan y las palabras se ponen pesadas. ¿Qué se puede esperar de una sociedad que sigue pensando que la belleza de una mujer es significado de expresarle comentarios obscenos? Recuerdo que hace mucho, cuando leí una reseña de Alberto Salcedo Ramos sobre los piropos, los pintaba como si fueran arte. Defiendo -dice Salcedo- ya lo sabes, el derecho al piropo. Lo curioso de esto es que días después de leerlo, salió en las noticias que el escritor había sido acusado de abuso sexual. 

Un millón de razones para que las mujeres tomen su incomodidad y la transformen en arte, como hizo Ana Ilce Gómez cuando escribió “la muerte es un hombre que galopa entre las noches que columpia el insomnio”. O en música, como lo hicieron vivir Quintana en su canción Vivir sin miedo que en algunas líneas expresa lo que nos pasa como mujeres día a día: “soy la niña que subiste por la fuerza, soy la madre que ahora llora por sus muertas”. Las mujeres dejan de cumplir ese rol de musas en el arte que solo piensan en mostrar su feminidad y ahora, por medio de él, hacen revolución. Revolución que también se presenta en las calles por medio de las protestas, como lo logró Hilary Castro luego de ser abusada por un hombre en el Transmilenio. Cientos de mujeres salieron a alzar sus voces, rayaron paredes, buses y quebraron ventanas para luchar por el reconocimiento de sus derechos y deseando que dejen de ser vulnerados. Como decía uno de los carteles en la protesta: “quisiera ser pared para que te indignes si me tocan sin permiso”. Así nos damos cuenta de que encontramos nuestra historia en otras mujeres y avanzamos cuando reconocemos lo resistentes que son las chicas que nos rodean.

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