Por: Lorena Arana

Más allá del virus, en el mundo, hay un problema de humanidad, de mente y de alma. Y no hablo solo de ahora, sino de décadas, siglos que llevamos siendo el mayor problema para la propia especie. El cuento es que, en esta época pandémica, nuestra naturaleza se encuentra más visible que nunca y lamentablemente, el diagnóstico que deja es tan negativo como las mismas circunstancias en que nos encontramos.

¿Qué esperanza tenemos de recuperarnos, si esta crisis ha revelado lo peor de nosotros? Es que, por muy mal que esté la situación en cuestión de salud, hay otros aspectos primordiales que van atados a ella. Y ni económica, ni política, ni socialmente saldremos adelante con un hueco tan grande y tan profundo en el campo moral; ya que de ahí se desprende todo.

Lo que está matando y enfermando a nuestros amigos, parientes y conocidos no es el Covid, como tal. Este es solo el vehículo que usa la corrupción, el egoísmo, la maldad y la inconciencia de los sanos, de los indiferentes, de los que roban ayudas para los más necesitados, del médico que hace vacunar a su familia, bajo cuerda, antes de tiempo; de los que arman fiestas clandestinas, de los que dan prioridad a cualquier amistad banal y callejera, por encima del riesgo de mandar a su madre o a su abuela a una de las pocas camillas UCI que ofrece un sistema de salud tan jodido como el de nuestro queridísimo país cafetero.

Entonces, ¿qué nos queda? Un terrible diagnóstico: Terminamos siendo parte del problema, en vez de la solución. Y le echamos la culpa al Corona, no. Solo hay que ver cómo tenemos al medio ambiente. Es obvio que, aparte de plaga, somos el mismo virus; por algo viaja entre nuestros cuerpos, como si hubiera escogido estratégicamente al hombre por su debilidad. Alimentamos al monstruo y después nos quejamos, en la misma hipocresía que hemos manejado siempre. Y al final, lo único que  nos puede salvar es que, al menos, ya sabemos hacia dónde hay que mirar para arreglar todo: Hacia adentro.