Cuando llegamos al hotel Lucía me dice que tiene sueño, y que lo único que desea es rendirle un sincero homenaje a Morfeo.  Yo también estoy cansado, fue un día largo de muchas caminatas, calor, y jugos de piña con hielo.

Aparte del cansancio también tengo hambre y viene acompañada por un antojo de sushi.  La culpa de mi gusto por ese plato oriental la tiene Angélica, una mujer con la que salí hace varios años.  “¿Qué quieres comer?”, le pregunte en nuestra primera cita.  “Sushi”, respondió, casi sin dejarme formular la pregunta. 

En ese entonces no se me pasaba por la cabeza comer pescado crudo, pero como andaba en modo conquista no dije nada, lo probé y me quedó gustando.  Después de 4 meses las cosas con Angélica no funcionaron, pero sí quedó un gusto desmedido de mi parte hacia ese plato.

Le cuento a Lucía sobre mi antojo y me dice: “Yo te acompaño así no coma nada”.  Le digo que mejor se quede durmiendo; igual no me parece tan traumático comer solo, incluso a veces lo disfruto.

Salgo a caminar sin un rumbo fijo, y a pocas cuadras encuentro lo que busco: un restaurante de sushi.  La puerta del local es pequeña, pero apenas ingreso revela un restaurante amplio con varias mesas dispuestas en un jardín.  Quedan muy pocas disponibles y hay varios grupos de personas que levantan sus voces y risas sobre la música del lugar.

Me siento en una de las pocas mesas libres más o menos hacia la mitad del jardín.  mientras las otras personas beben, ríen y comen, imagino que soy como una planta o un mueble más del lugar.

A mi lado derecho se encuentra una pareja.  La mujer lleva puesta una camisa que deja ver sus hombros bronceados y de color canela; una falda que a ratos, según mueve sus piernas, parece pantalón, y unos zapatos cafés con tacón de plataforma. El maquillaje que lleva hace que sus ojos, negros y de pestañas largas, resalten.  De vez en cuando prueba un coctel de color amarillo. El vaso está ubicado de tal forma que solo debe inclinarse levemente hacia adelante para encontrar el pitillo con su boca.

El hombre lleva, digamos, una pinta más relajada: una camisa azul con las mangas arremangadas, jeans con algunos rotos y unos zapatos cafés que parecen cómodos.  Enfrente suyo hay un vaso de mojito del que solo quedan las hojas de hierbabuena en el fondo.

El lenguaje corporal de la mujer, reclinada en su silla y con los brazos cruzados, se ve desafiante.  Lo acompaña con una mirada seria que contrasta con sus finas facciones.  Es una lástima no verla sonreír.

Parece que la pareja evita mirarse; ella inmersa en sus pensamientos, y él prestándole atención a un televisor empotrado en una pared, que transmite imágenes de mujeres surfistas, con cuerpos tonificados, que les dan latigazos a las olas con sus tablas.

Me pregunto si sostienen una conversación telepática, si ese silencio prolongado es su forma de quererse.  ¿Quién dice que el amor es solo abrazos, diálogos, risas y besos? Quizá puede que solo baste con tener a alguien en silencio y al lado.

La mesera llega a su mesa con un rollo de sushi muy verde, de aguacate con algún pescado blanco.  La pareja agarra los palitos, comienzan a llevarse los bocados a la boca y continúan sin hablar.  A ratos parece que cruzan sus miradas, como si estuvieran atravesando el clímax de su conversación mental, pero pronto vuelven a caer en su mutismo sentimental.

Después de más o menos quince minutos, su plato ya está limpio. La mesera pasa por su lado y el hombre por fin dice algo: “¿Nos traes la cuenta por favor?”

Al rato la mesera llega con un cofre pequeño de madera en sus manos. El hombre lo abre y dentro de él viene la tirilla de la cuenta. La examina, se pone de pie y saca su billetera del bolsillo derecho de su pantalón.

“¿Tienes uno de 2000?”, le pregunta a la mujer.  Ella asiente con la cabeza y saca, de una billetera roja y gruesa, un billete muy arrugado que pone sobre la mesa. 

Fieles a su premisa de no hablar, se ponen de pie y abandonan el lugar.