Hace sol, pero este se esconde detrás de unas nubes regordetas, como de algodón, y solo un par de rayos alcanzan a atravesarlas.

Francisco Domínguez camina nervioso, porque lo siguen tres hombres que llevan gabardinas, sombreros de copa y lentes oscuros. “¿En qué momento mi vida se convirtió en un relato de espías?”, se pregunta.

Hace un par de cuadras se percató de ellos, pero sabe que arrancar a correr solo empeoraría las cosas. Por eso camina de forma, cree, despreocupado, intentando no llamar la atención, a diferencia de la mujer de minifalda, piernas largas y tacones rojos clac clac clac, que lo acaba de adelantar.

El semáforo de la calle que está a punto de cruzar se pone en rojo. Escucha el eco lejano de los cascos de un caballo sobre el pavimento.

Sus perseguidores ahora están en la próxima esquina.  Se nota que conversan por debajo de las solapas de sus abrigos.  Está listo para comenzar a correr; ahora sí, parece su única opción.

En ese momento el sonido de los cascos se hace más audible. Domínguez voltea a mirar hacia la derecha y ve a un jinete de turbante rojo que se aproxima hacia él a todo galope. No le pregunten por qué, pero sabe que viene a rescatarlo.

Ahí está quieto, mientras el resto de transeúntes, ocupados con sus afanes, lo esquivan para no chocarse.

Domínguez trata de habitar más la ficción que la realidad.  Vive inventando mundos y contándose historias que a veces rayan en fantasías incontrolables. Para lograrlo, considera necesario desconfiar de la realidad, amputársela, digamos.

A veces se pregunta si debería prestarle más atención a lo “real”: matrimonio, trabajo, hijos, en fin, lo que rodea su cotidianidad, pero la mayoría de veces que intenta interactuar en ese plano, lo siente estropeado, uno en el que las personas solo buscan el conflicto. 

Si él dice blanco, al instante alguien sale a insultarlo y exigirle que escoja el negro, y así con todo: Izquierda o derecha, norte o sur, frío o caliente y cualquier otra posible dicotomía, donde solo es válido pertenecer a un extremo.

Hace poco leyó algo con lo que se identificó por completo: “La realidad no es del todo real, por eso comete tantos excesos para que nos la creamos”.

Piensa que ahí está el intríngulis del asunto, es decir, que le prestamos demasiada atención a la realidad y los reveces que nos da.  Por eso cree que una de las claves de la vida, si es que tiene alguna, consiste en habitar y deshabitar la realidad de forma deliberada, o bien, frecuentarla, pero no habitarla del todo, pues siempre nos empuja hacia la locura, ya que su funcionamiento nunca es el mismo.

Una vez, sentado en la sala de espera de un consultorio médico, se puso a hojear una revista muy Interesante.  Era un ejemplar viejo, con hojas amarillentas, a punto de descuadernarse.

Mientras escaneaba las páginas de forma rápida, sus ojos captaron un titular: “¿Es real lo real?”

El artículo decía que no existe una realidad como tal, sino que cada humano interpreta sus vivencias y lo que ve, como le venga en gana; una especie de realidad unipersonal.

El policía montado en el caballo le sostiene la mirada a Domínguez, hasta que el semáforo se vuelve a poner en verde.   

“La realidad, amigo, es un espesamiento de la imaginación Como la voz es un espesamiento del aire”.  

– Papel mojado –